Nada como el placer de dar.
Nada más gratificante que regalar emociones.
Nada más satisfactorio que contar sueños.
Donde se detiene el tiempo y el águila Real es dueña y señora.
Donde la cabra montes tiene su morada y no hay visitantes ni transeúntes.
En el poyo de la Media Luna está mi puesto soñado.
Cada temporada, elijo el día más apropiado procurando que esté despejado y que halla luna llena. Cojo mi mejor pájaro y con más de dos horas de margen me encamino al puesto de tarde.
La subida es dura, tanto que nunca lo doy a principio de temporada si no a mediados para encontrarme un poco mejor de forma.
El puesto está en una repisa orientada a sol saliente. Se hace pegado a una piedra volada sobre la repisa y un par de metros más alta.
El dominio sobre la plaza es total y solo tiene un inconveniente. Es sumamente pequeño. Tanto que la escopeta solo se puede colocar en la tronera desmontada.
El tanto, bueno el tanto es único, asoma al precipicio cual montes en el risco.
El pájaro que cuelgues allí ha de ser un pájaro con “cuajo” por que de lo contrario no abrirá el pico. Las Chovas Piquirrojas pasan continuamente a pocos metros y sus graznidos son incesantes. Además, de las veces que lo he dado, más del setenta por ciento la Real ha dado la pasada.
Las del campo son escasas pero valientes y bravas como pocas. Algunas pasan toda su vida sin ver un humano.
Con estos ingredientes me dispuse aquella tarde de Marzo a iniciar la subida. Borondo a mi espalda en la flor de su quinto celo. La escopeta enfundada colgada en mi hombro izquierdo y el bastón de montaña en la mano derecha. Mediada la subida, la camisa comenzaba a empaparse y ya imaginaba la sensación tan fría que tendría al coronar con el vientecillo helado que calaba hasta los huesos.
Sin embargo, jadeaba menos que en ocasiones anteriores (gracias hijo por pedirme como regalo de comunión que dejara de fumar).
Coroné el tablazo y los ventisqueros estaban repletos de nieve como en otras ocasiones. Me tomé un mínimo descanso para comenzar la bajada hacia el poyo. Es peligrosa, un mal paso puede traer consecuencias para la integridad física.
Cuando llegué al poyo, lo primero que miré fueron los Agracejos. Ellos me dirían si había perdices este año. Después me senté un poco y planifiqué el trabajo.
El puesto estaba casi intacto y aunque quería ampliarlo, no era posible porque no había base para poder hacerlo. Unos mínimos retoques bastarían.
El repostero tenia algo más de faena. Lo elevaría un poco para evitar los miedos del año anterior con los rebotes. Además tenía la intención de proteger mejor el reclamo poniendo algún espino en la parte de atrás.
Mientras me disponía a todo ello, saqué a Borondo de la mochila, le levante la sayuela y lo puse donde las yetas eran más jugosas para que comiera, se tranquilizara y comenzara a tomar contacto con el entorno.
Terminada la tarea recogí los pertrechos y me fui al puesto. Una vez dentro, coloqué la mochila en la oquedad de la roca y monté la escopeta metiendo previamente el cañón por la tronera. Montada y abierta la dejé en la misma. Salí y fui a colocar a Borondo que ya había hecho un par de intentos de salida abortada por mi regaño. Lo coloqué en el tanto, tiré de la cobijilla y cuando me di la vuelta, antes del tercer paso salió de cañón. Su canto resonó en los tajos contundente y poderoso. Sus pitas estallaban como martillazos en un yunque imaginario. Como otras veces, los pelos se me ponen de punta y me embarga una emoción indescriptible. Comienza el espectáculo.
Cuando por fin me acomodé en el aguardo, Borondo oteaba el horizonte con sus sentidos alerta esperando respuesta a su misiva. Silencio.
Segunda salida, reclamo, reclamo, pitas, pié. Silencio.
Tercera, reclamo, reclamo…
Charas-chacha-cá se oye a lo lejos. Tenemos hembrilla.
Se envolizna y cierne la pluma Borondo.
Traducción, le ha gustado.
Comienza a decirle. Reclamo, pitas, pié, pitas.
Traducción. Súbete para arriba que charlemos un poquito.
Como me voy a subir, abre las alas y baja en un pis-pas.
No seas así que nuestra costumbre es que suba el que esté más bajo.
¡¡ Queréis hacer el favor de callaros!!
Digo, coro-cocho-cooo… coro-cocho-cooo…
Tercia un macho en el diálogo, más próximo que la hembrilla.
Tu haz el favor de meterte en tus asuntos le dice Borondo.
Como suba te vas a enterar.
Mira como tiemblo, Bacalao.
Parece apuesto el forastero, Robustiano. (Tercia la hembrilla del par).
Que bonita voz tienes. (Dice Borondo)
¡¡ Que te calles he dicho!! (Espeta Robustiano).
Yo sigo aquí, yo sigo aquí. (La primera hembrilla).
El vuelo majestuoso de la Real revisando sus dominios pone orden en el gallinero. Silencio.
Pasan los minutos y el silencio sepulcral impuesto por la reina lo invade todo. Ya se marchó pero sus súbditos no osan desafiar su mandato.
Cuchichí, cuchichí. Sale Borondo.
TA,ta,ta,ta. Se oyen las pitas a su espalda.
Robustiano no aguanta más, se viene a saco a por el intruso espoleado por los comentarios de su pareja. Salta al poyo y como un pavo real se pasea ante la jaula, mete el hombro y arrastra el ala dejando claras sus intenciones. Borondo no se achanta, enmonñao y huecas las plumas llena la jaula.
Después de de varias vueltas y algún intento de subir a la jaula, el trueno retumba en los tajos.
Con la música baja, Borondo canta su triunfo y despide al difunto. Breve responso para un valiente.
Andas por ahí, andas por ahí. Sube la música.
Robustiano eres tú, Robustiano eres tú.
Cantos y más cantos pero la hembrilla no se mueve, aun estando muy próxima.
Calla Borondo conocedor de los ritmos del campo.
En la callada se presenta la viuda en la plaza. Chupada y alerta mira y remira. El la recibe con lo más zalamero de su vocabulario. Ella no se fía.
Truena en los tajos nuevamente. Esta vez el responso es de primera.
Los dos salimos del encantamiento cuando canta la hembrilla detrás del pulpitillo.
Corcho, nos habíamos olvidado de ella. La perdicilla lejana.
Despechada y altiva, entra en el poyo por la derecha a cinco o seis metros del tanto. Borondo la agasaja con sus mejores decires pero ella ni caso.
Picotea por aquí, andurrea por allá y se instala debajo del Agracejo a mi derecha.
De vez en cuando, suelta algún reclamillo desentendida y coqueta.
Las siete de la tarde. Apenas quedan veinte minutos de luz y las cosas siguen igual. Borondo de recibo, ella debajo del espino y yo con los nervios por las nubes sin saber que hacer. ¿ Como me voy a levantar con la perdiz en la plaza a la vista del pájaro? Hago ruido para ver si se va a peón, pero nada. Desesperado porque la noche se acerca teniendo tanto camino por delante, tomo una decisión. De las piedrecitas que hay dentro del puesto, comienzo a tirar por encima del mismo. La segunda le cae muy próxima y hecha a correr. Sorpresa, en dirección a la jaula. Se para a un par de metros de la misma. Entonces ocurre algo inesperado. Repara en Borondo y se va directa a la jaula.
Truena la sierra de nuevo y con un breve epitacio concluye el aguardo.
No me queda tiempo para subir de nuevo al tablazo pero la pequeña linterna me ayudará para ver donde pongo los pies. Cuando corono, la luna nace en el horizonte pintando la sierra con pinceladas de plata.
¿La bajada?
De la bajada solo recuerdo como flotaba entre las nubes, con el corazón henchido de dicha plena y esa paz que solo dan las cosas sencillas.
P.D. A Manolo, mi primo, mi hermano. Druida de pajariteros, que cada año obra el milagro de poner en mis jaulas ilusiones nuevas. Mi agradecimiento, siendo tan grande, nunca estará a la altura de su alegría y su bondad.