Corría el celo del recién iniciado 1.974, (ha llovido desde entonces) mi padre tenía -como desde que tengo recuerdos- una cuadrilla de pájaros sobresaliente, recuerdo aquella mañana de Reyes -yo tenía 9 años- en la que después del aseado y desayuno de costumbre y, tras abrir todos los juguetes junto al resto de mis seis hermanos, me dispuse a cuidar los reclamos, ya que era aficionado junto a Juan, acompañando de cuco durante los cuatro años anteriores a mi padre, eso sí, en la campiña de mi tierra y el anterior también en la sierra.

Perdrix rouge

«Perdiz roja» por Pierre Dalous - Trabajo propio. Disponible bajo la licencia CC BY-SA 3.0 vía Wikimedia Commons.



Cual fue mi sorpresa cuando al subir a la terraza sólo quedaban los reposteros, bajé saltando las escaleras para decírselo a mi padre, quien incrédulo en principio, no supo como reaccionar…, después denuncia oportuna, entrevista con el comandante en puesto de la Guardia Civil... nada. Al poco tiempo, supimos que alguien relacionado con los camiones de recogida de basura aprovechando su inmenso ruido, cometió aquella barbaridad, presuntamente para venderlos.

¡¡¡ NOS HABÍAN ROBADO LOS PÁJAROS!!!.

Estábamos a las puertas de San Antón y mi padre, sin sus reclamos, sin ninguno de sus reclamos.

Su cara era un poema, la recuerdo y aún trago saliva que se me antoja demasiado seca, y yo, lloraba a solas; (por si leyerais este relato amigos Nexum6 y Canene, "Los hombres nuncan lloran") todos los años, mi padre y yo, tras la campiña nos marchábamos con suficiente "ato" a la zona alta, a un cortijo llamado Navalayegua de Valdepeñas, que no de Ciudad Real, junto a siete cuquilleros de los de entonces, para campear en el coto dedicado exclusivamente a la caza del reclamo, desde el 15 de febrero al 15 de marzo ininterrumpidamente; mi padre juntaba días en su trabajo como funcionario del ya desaparecido Instituto Nacional de Previsión, yendo los sábados para luego así poder llevar a la familia al completo 15 días a la playa, además tenía una orquesta de música en la que como vocalista y guitarra tocaba en bodas y ferias de todos los pueblos de mi provincia, pero su mes de cuco...

Aquel celo era el segundo en el que yo lo acompañaría a la sierra, recordando años anteriores en los que al no tener edad suficiente según mi madre "La Salvaora" lloraba desconsoladamente por no poder acompañarlo a la sierra; no teníamos posibilidad ni ganas de cazar aquel celo, a pesar de que yo no asistiera a clase durante un mes, a sabiendas de que dicho retraso por nuestra afición lo recuperaría como el año anterior, a base de trabajo para ponerme al día con el resto de mis compañeros de escuela y con el oportuno justificante de mi ausencia cursado por mi padre: "Queridos Profesores: Mi hijo Chanteo no ha podido asistir a clase desde el 15 de febrero al 15 de marzo por encontrarse enfermo y guardar reposo absoluto."



¡¡¡CÓMO RECUERDO AQUEL JUSTIFICANTE CON LA LETRA DE MI PADRE!!!

En verdad, mis compañeros de clase se extrañaban de lo moreno que estaba incluso algunos me comentaban que si había estado esquiando, pero mis profesores sólo estaban preocupados de que me pusiera al día, para lo cual, en verdad, siempre hice mérito quizás por la alegría de lo compartido con mi padre aunque en la vuelta del cortijo y finalizada la veda, soltase alguna lágrima que otra.

Prontamente los amigos y conocidos de mi padre se enteraron de lo ocurrido con sus pájaros. El día anterior a la apertura del reclamo en la zona baja de mi provincia cuando ya no íbamos a cazar, de anochecida, un amigo de mi padre de un pueblo llamado Peal de Becerro, apareció en casa de mi madre con una caja de cartón diciendo: Buenas noches, ¿se encuentra mi amigo Juan? a lo que afirmé sin más demora, imaginando lo que traería en aquella caja de cartón de galletas cuétara. Buenas noches respondí, invitando a aquel hombre a pasar dentro de la casa, mi padre está dentro, quien al verlo dijo: ¡Juan, me he enterao que le han robao sus pájaros, por lo que le traigo un pollo de mi pueblo, aún recuerdo amigo Juan lo que hizo el día de mi boda y se lo agradeceré mientras viva.... espero que le salga bueno!. Mi madre como de costumbre hizo señas para que le ayudara a sacar unas cervezas y unas tapas de fiambre a lo que su amigo en modo alguno consintió dándole un fuerte abrazo y disponiéndose enseguida a abandonar la casa arrancando su vehículo y marchándose a toda prisa despidiéndose con enorme cara de gratitud.

No sin antes mandarme coger una jaula de las de repuesto -también las buenas se las habían llevado- mi padre se dispuso a abrir aquella caja de cartón sin demasiada ilusión y al bajar más que corriendo las escaleras del terrao pude comprobar como su cara había cambiado. ¡Vaya pollo! dijo; es cogido con miriñaque y está sin recortar. Pidiendo las tijeras de coser a mi madre se encaminó como de costumbre a cortar las cinco plumas remeras de sus alas junto a la cola por el lugar que dejaban sus dos dedos y finalmente las tres piojeras, mientras que yo, como siempre agarraba al pollo y como de costumbre mi padre diciendo: ¡Cuidado con los muslos que se zanca!. Una vez recortado me correspondía introducirlo en aquella jaula repitiéndome una vez más: ¡No lo sueltes hasta que lo hayas metido entero!, pero la verdad es que no cabía, en principio pensé que aquélla era demasiado pequeña pero al final, apretando las alas contra su pechuga para que pudiera entrar en el hueco de la puerta donde le estorbaban los alambres, conseguí introducirlo, no sin apuro.

Sin un mal gesto, ni bote, ni briega ni ná, al ponerlo sobre la mesa se sacudió con prontitud su plumaje, como agradecido encima, y comiendo enseguida en aquel comedero pequeñito que lleno de trigo tenía dentro de la jaula que al ser de repuesto lo llevaba -a pesar de que a mi padre nunca le gustó que las jaulas lo tuvieran- y bajando uno de los vacíos reposteros de los reclamos desaparecidos decidió colgarlo en el salón de casa mi madre, quien, por lo sucedido, no se atrevió a protestar. Al verlo con aquella desacostumbrada mansedumbre, no pude sino decirle a mi padre: ¡Mañana vamos! Contestándome antes de terminar: ¡Pero si está recién recortado y enjaulado... y además es pollo!. Mi padre tenía la costumbre -como mi abuelo paterno- de no cazar los pollos, a lo sumo, al final de temporada le daba algún puesto, cuando los días eran ya primaverales en el que tanto si le tiraba como si no, según las hechuras que le encontraba mi padre, decidía guardarlo o no, para el celo venidero. Después de mirar yo no poco rato al pollo, haciendo caso omiso a la tele cuyo programa era seguido por mis hermanos sin hacer caso a la jaula, me mandó acostar diciendo que ya era tarde, no sin preguntarle lo de mañana...

Como si no hubiera dormido, recuerdo que demasiado temprano, en comparación a otros días de caza y a otras temporadas, mi padre me despertó sólo diciéndome: ¡Vámonos! Ya me había preparado un buen vaso de leche y había sacado un paquete de galletas para desayunar teniendo introducidos en el coche todos los apechusques necesarios para dar el puesto, y sin preguntar en absoluto nada, me dispuse a oscuras para no despertar a mis hermanos a encaminarme hacia el viejo arcón donde mi madre me guardaba la ropa de caza vistiéndome en un santiamén y lavándome la cara al unísono, creo, de beberme el vaso de leche y guardarme las galletas en el bolsillo de la chamarra.

Al montarme en el mil quinientos que tenía mi padre, el pollo se encontraba en el suelo junto al asiento derecho de la parte delantera, a fin de que durante el trayecto, lo sujetara con mis pies para que no se moviera y tras iniciar la marcha mi padre dijo:

“Iremos a Platero” como él siempre acostumbraba al inicio de la temporada.

Al llegar al cortijo, aún anochecido, ya había una tenue luz que indicaba que se habían levantado los manijeros de la finca, mi padre paró el vehículo y nos bajamos para saludar a Alonso, quien se encontraba, después de llamarlo a voces dentro de la cocina en la que reinaba el olor a garbanzos del puchero que ya hervía, en la misma olla de siempre, junto a las ascuas en la chimenea a la que yo le tenía especial apego por el calor que me proporcionaba en aquellas mañanas de cuco.

¡Buenos días, Alonso! dijo mi padre; ¡Buenos días! nos contestó, con la misma cara de enhorabuena de siempre e insinuando: ¿Le han quitado los pájaros, no? Me he enterado por el guarda -mi padre fue Presidente de aquél coto campiñero durante más de treinta años-. Sí, afirmó mi padre, aunque ayer me trajeron un pollo y por nuestra impaciencia vamos hoy a probarlo, preguntando a Alonso: ¿Hay corta ya en algún sitio? Sí, le respondió (cortando al verme, un pedazo de pan quitándole el miajón y llenándolo de aquel cuajado aceite e indicándome donde estaba el azúcar) en las olivas viejas del pollar, además he oído cantar ya a las patirrojas y hoy no están allí los aceituneros ni van a quemar ramón todavía, con lo que no habrá molestia alguna. Por cierto, no se vaya a ir sin verme porque le tengo guardados unos melones de invierno, estaré con el tractor junto a la pasá del salao, así que luego me pita y me espera en el cortijo.

Nos fuimos hacia la corta, dejando el coche en el cortijo del "Pollar" mi padre como solía, mientras se cargaba los utensilios, me mandó colgarme el pollo a la espalda ya que decía que sabía andar como su abuelo sin que éste sufriera vaivén alguno, para ello achicaba las tirantas de los ganchos, y traspusimos hasta el final de las olivas viejas llegando a la morreta de la Juliana, en donde mi padre barruntó deteniéndonos dar el puesto, comentando: Aquí Chanteo haremos el puesto, las oirá pero será difícil que aparezcan en plaza.

Amanecido ya, que a mi padre nunca le gustó el puesto de alba salvo para utilizarlo como recurso para algún reclamo sin salida o escudriñar el cazaero siempre fue partidario de hacer el puesto de Sol antes de que hubiera salido, al menos en la campiña, y como siempre íbamos a buena hora, tras soltar los utensilios y descolgarme el pájaro eligió minuciosamente donde hacer el puesto, teniendo en cuenta la salida del sol y buscando sombra, igualmente comprobó la oliva y el varetón donde colgaríamos al pollo que sería a diferencia, soleado. También le gustaba desenmarañar el poquillo viento.

¡Vamos Chanteo, tráete ramón que aquí haremos el puesto! A lo que yo apilaba los tamarones de la corta más próximos y dejando limpio el alrededor de la oliva donde colgaríamos el pollo. Sin prisa alguna y con destreza mi padre no tardaba el hacer el puesto y atarlo con guita, fijándose sobretodo, en que las partes bajas resultaran bien tapadas, y mandándome a continuación hacer la piquera; cogía entonces unas varetas de olivo y las retorcía en círculo como una corona de santo, más pequeña, mientras mi padre hacía otro tanto para el suelo del repostero.

A continuación, se introdujo en el puesto fijando también con cuerda la piquera y comprobando su altura me dijo que desenfundara la escopeta y tras cerciorarse haciendo tino de su justeza, volvió a salir del puesto, sin tenerme que decir que me introdujera; después me dió todas las cosas por lo alto del esperil y colocándolas donde no nos estorbaran saqué dos cartuchos del aquel galgo verde que gastaba para dárselos una vez dentro a fin de que cerrara la escopeta y pertenecer nuestro tiempo al reclamo.

Seguidamente preparó un tamarón para cerrar la entrada al puesto dejándolo a mano, y cogiendo el pollo se dirigió al repostero que tras dejarlo en el suelo lo comprobó de nuevo e, instalándolo en el pulpitillo procedió con suma suavidad a levantarle la sayuela a la vez que hacía chasquidos con los dedos y hablándole con tono de cariño le decía: ¡¡¡ Ea, bonito, éste será tu primer puesto, a aprender el campo y no bregar pues eres el único que tenemos, ea bonito... !!! sin dejar de hacer chasquidos con sus dedos a modo de pitas y orinando a vista del pollo, sin dejarle de hablar, y no se vino al puesto hasta pasado un buen rato, haciéndolo demasiado lento para mi gana, puesto que ya cantaba el campo y llevaba algún rato oyéndolo desde el puesto desde el que todo se veía hacia fuera y nada hacia dentro, y tras meterse mi padre con sumo cuidado y silencio, retapó la entrada, y sentado ya, cerró la escopeta sigilosamente habiendo introducido los dos cartuchos que había calentado entre mis manos de cartón del plomo 7 y de 32 gramos que a él le gustaba utilizar.

Ya cantaban las perdices por los rehundíos, ya cantaban cerca de los tarays y el sol asomado comenzó a dar en el tanto haciendo que el pollo se sacudiera las plumas como la noche anterior recién recortado; pasaron cinco, diez minutos y no salía a pesar de que el campo lo hacía continuamente. Mi padre como de costumbre me había hecho un agujero en el puesto para que pudiera ver plaza y reclamo, que inmóvil como si de escayola se tratase hubo transcurrido más de veinte minutos y no había cantado nada.

Transcurrido aquella larga, a mi juicio, espera, me dispuse a decirle a mi padre: ¡Papá el pollo no canta, parece que no va a valer!...pero no me dió tiempo, ya que al decir: Pa..., mi padre ya estaba con su anular dedo dividiendo su bigote en dos mitades, en señal de absoluto silencio y con mirada casi amenazante a lo que yo asentí a no decir palabra alguna. Mientras pensaba en los buenos reclamos que nos habían robado que antes de meternos en el puesto ya estaban cazando.

Pero al cabo de un rato, cuando yo seguía pensando en el Abuelo, los tres de Almería, el de Torrequebradilla, el piquivano...etc. y menos lo esperaba, me dió con el codo en señal de aviso, miré al pollo por mi agujero quien teniendo la gorgoja hinchada y sacando el pico casi por lo alto de la jaula comenzó a salir de reclamo alto y dando siete golpes contados, que hicieron calentar el ambiente dentro del puesto.

¡Y que reclamo más perfecto! Fue a partir de ahí cuando mi padre cambió por completo, incluso se movió un poco, comenzando a hablarme para pedirme que sacara del macuto su petaquilla de anís dulce y comentándome a continuación: ¡Va a ser un fenómeno, ya verás! ¡No toca un alambre! Yo, entendí aquellas frases más como un consuelo -por la pérdida de nuestros reclamos a los que ninguno podíamos olvidar- que una realidad.

Tres fueron los reclamos que aquel pollo echó durante el puesto, eso sí, de categoría. Sobre las once menos cuarto mi padre dio por concluido el puesto y tosiendo además de hacer chasquidos con sus dedos me conminó a que permaneciera dentro hasta que el reclamo estuviera encapotado, que mostró prueba de agradecimiento al ver acercarse a mi padre puesto que pude comprobar a través de mi piquerilla que volvió ya en su cercanía a sacudirse las plumas. Me dispuse a sacar los apechusques del puesto, pensando una vez más en nuestros reclamos desaparecidos, mientras mi padre acercándose me reiteraba que sería un reclamo de bandera. Y, como de costumbre también en esto del cuco, ¡Qué razón tenía mi padre!.